sábado, 5 de marzo de 2011

La Y que yo amo


Ahora he dejado de atender a los coches que van en mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la carretera, y sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste.

Me doy cuenta de que al correr hacia mí Y lo que más deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa que corro hacia ella, pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta: la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que vea los faros de un coches que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo junto al otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve irreconocible. Correr por la carretera es el único modo que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo.

Es cierto que me he sentado al volante para llegar a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo me doy cuenta de que el momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro, con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegarían ante mí -la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbadora, sofocada, sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes que de seguir hablando, de transformarme yo mismo en ese cono de luz que se mueve por la carretera, porque es cierto que una señal así puede ser recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la carretera a una velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que cuenta es comuicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones, expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito en mi yo que ella, mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando.

14 comentarios:

Espérame en Siberia dijo...

Fragmento de: "La aventura de un automovilista", Italo Calvino.

Jordi Guerola dijo...

Una lectura muy profunda

Unknown dijo...

WooooOuu me encantó!! solo eso puede decir mi yo..

más besos para ti =)

Aurora dijo...

que bonita =)

Nina dijo...

¡Muy bueno!
¡¡Me encantó!!

Miss Migas dijo...

Grande Calvino, Grande Música! Gracias Siberiana!

Muá

Ivette dijo...

Hola bella! que tal estás?
Un texto realmente conmovedor.
Calvino es un genio!

Un beso fuerte

Marciana dijo...

Gran lectura, deleitante.
Un abrazo Siberiana.

Si quieres puedes visitar mis tierras http://monologosalespejo.blogspot.com/

BUENAS NOTICIAS dijo...

Te dejo un besito, princesa. Espero que estés bien. Te quiero mucho. Y te mando mucha luz.

Coeur'sNoe dijo...

¡Hola! Desde Noëlle's Coeur quería enviarte este mensajito invitandote a ver mi última entrada de blog en la que he repartido un premio que ya me había otorgado desde otro blog. No se muy bien cual es el valor que le dan otras personas a este premio, pero yo lo entrego como una señal de apoyo, ánimo y cariño a las personas que he elegido para compartirlo =). Muchos saludos.

Noëlle's Coeur ♥

Lucía dijo...

¡Hola!
Voy a apuntármelo para leerlo. Hace poco he leído El barón rampante, El vizconde demediado y El caballero inexistente.

Espero que estés muy bien :)

Dayán Lorank dijo...

Aww!!!!!! Me encanta, la comunicación es esencia. Es la construcción de todo lo que nos rodea.

Saludos, siberiana =)

Filadora dijo...

Me encantó. Lo he leído 2 veces.
"Lo que cuenta es comuicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial"

Nos perdemos en lo superfluo. Tenemos que evitarlo.
Besazos!

Mario dijo...

Me alegra, ni te imaginas cuánto... que me dejes sin palabras. O me quedo con las justas, las necesarias para felicitarte por tu dicción...

Un abrazo... sofocado...

Mario